Patricia Piñero (Equipo de Comunicación y Acción Política de Equo Sevilla)
Se ha preguntado Margarita Robles, vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en Onda Cero y según recogen Europa Press y Diario del Derecho, qué ciudadano puede pagar en este país 800 o 1.200 euros en concepto de tasas de apelación y casación respectivamente.
Su pregunta casi retórica resume bien la cuestión: por un lado el Gobierno, es decir, el órgano de gestión de los intereses –nótese bien: intereses- del conjunto de España –no se pierda detalle: del conjunto, no de una oligarquía-, se esfuerza en crear ejemplos prácticos de perfecta confusión entre una necesaria contención en el gasto y la condena del grueso de la población a una estricta supervivencia; por otro, esos ciudadanos a los que me refiero y de los que no puedo excluirme, aguzamos el ingenio para evitar el látigo cada vez que cae desde arriba. Así lo vemos, así lo vivimos.
Dejando al margen la obviedad del escaso parecido entre este estilo últimamente asentado que toda la vida se ha llamado “de ordeno y mando” y lo que nos dan a conocer como democracia desde el colegio, no debemos olvidar que, le demos el nombre que le demos a este sistema en boga, nuestro papel no puede limitarse al de meros receptores, porque de cualquier modo –y esto no lo negará nadie, espero- somos los ciudadanos los que hacemos país, somos nosotros los destinatarios y necesitados de la gestión que encomendamos –con mayor o menor tino, con más o menos opciones- a un grupito salido de entre nosotros mismos –no reconozco castas- que se ofrece a hacerlo. Si somos nosotros, pues, el núcleo del asunto, en realidad el asunto entero, ¿no tendremos nada que decir? Más bien: ¿debemos callarnos algo?
Margarita Robles no solo no lo ha hecho, sino que ha expresado –y no es la primera vez- lo que piensa, lo que pensamos esos tantos, desde su cargo institucional. Su voz se hace así más ciudadana aún, por su carácter representativo: «lo que se está haciendo desde el Ministerio de Justicia en este momento es, de alguna manera, limitar los derechos de los ciudadanos para acceder a la Administración de Justicia, mediante esa Ley de Tasas». Suficientemente claro.
Y ahora, pensemos un poco, antes de darnos a la resignación. ¿Qué es eso de limitar el derecho de los ciudadanos a obtener justicia? De pronto ya no es tan irrelevante que nuestro Estado sea un llamado Estado de derecho. Antes hemos eludido la cuestión del sistema democrático para ir a la clave del planteamiento: en democracia o no, los gobernados son la esencia de la gobernanza, así que tienen mucho que decir, tienen todo que decir, otra cosa será que se los deje o no. Pero en este segundo paso es esencial recordar que el Estado democrático de Derecho –lo que somos o aspiramos a ser, ¿no era eso?- tiene como punto de partida y de llegada precisamente el conjunto de la ciudadanía, con sus mayorías y sus minorías; es más, con todas sus individualidades; pero sobre todo en función y en virtud de todos sus derechos, entre los que el de la tutela judicial efectiva es uno de los fundamentales. Así lo recoge ni más ni menos que la Constitución.
¿Quién osa, pues, ponerse por encima de nuestra norma básica y máxima, para tomar una decisión no solo sin consulta previa, sino en contra de la opinión irrefutablemente mayoritaria de ese conjunto al que se destina la decisión? Esto puede ser, además de una decisión inicua, una norma inconstitucional.
¿Existe un excesivo recurso a la tutela judicial que pueda justificar remotamente esta medida y la transgresión de la Constitución –digamos de su espíritu, de momento, para curarnos en salud-? Hay que pensar que sí, cuando la propia Margarita Robles continúa admitiendo que algunos colectivos de jueces habían pedido una reforma del sistema de tasas, sobre todo en la jurisdicción civil, pero «como una medida disuasoria absolutamente simbólica».
Pero cuidado: estamos ante un supuesto copago y al mismo tiempo ante el reconocimiento institucional de su utilidad como medida disuasoria. Margarita Robles opina que el establecimiento de las tasas –hasta hace pocos años no existían, ni siquiera para las empresas- es admisible, pero que la nueva medida es absolutamente desproporcionada. Esto significa que la vocal del CGPJ distingue entre actividades o servicios públicos que, como la educación, están exentos y están bien exentos de copago, y otros que, como la justicia, admiten por lógica ese copago.
Esto es porque la Sra. Robles claramente distingue entre lo necesitado de disuasión y lo no necesitado de disuasión. Sería blasfemia afirmar que es admisible establecer copago forzoso en el sistema público educativo con el fin de disuadir a las familias de escolarizar a sus hijos. Es perfectamente loable, sin embargo, aseverar que es aceptable un copago en forma de tasas judiciales con el fin de disuadir a los ciudadanos de acudir al auxilio judicial. ¿O hemos entendido mal?
Pero además la Sra. Robles distingue también entre medidas simplemente simbólicas y medidas desproporcionadas. Ahora bien, no parece que el simbolismo case con la disuasión. ¿Está ella misma dando a entender que las tasas simbólicas que piden algunos jueces en realidad no podrían nunca tener éxito como medida disuasoria? ¿En qué quedamos? ¿Es lógico o no imponer tasas ciegas?
Como más adelante vuelve a decir la propia Margarita Robles en un alarde final de contradicción, para disuadir y equilibrar excesos está el sistema de imposición de costas judiciales. Esto parece más razonable. Porque, sinceramente, aquel que acuda indebida o temerariamente al amparo judicial, tiene su sitio natural –no dejemos de confiar en una justicia real, en la equidad más espléndida- en la puerta de salida de los juzgados, normalmente con los bolsillos aligerados por la mera condena en costas, regulada y debida.
En conclusión, bien por la Sra. Robles que denuncia desde el Poder Judicial; pero no podemos quedarnos ahí, nos debemos a nosotros mismos, demócratas en un país de frágil e incompleta democracia, el ir más allá. Hablemos muy bajito de la posibilidad de disuadir a nuestros conciudadanos de hacer uso de un servicio público que, les sea imprescindible o no según el momento, les pertenece de principio a fin, y abordemos en cambio con voz firme la dotación necesaria de la justicia, en recursos humanos y materiales. Eso sería dejar de confundir el tocino con la velocidad, es decir, la precisa contención del gasto con la reducción de la población a niveles casi insoportables de penuria y de privación de derechos civiles: recordemos al Gobierno su deber de protección máxima de estos derechos y de cabal gestión de los medios para que los ciudadanos obtengan, en cualquier circunstancia, el mejor resultado posible de lo que legítimamente demandan.
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