Parece ser que el golpe sufrido hace ya un mes es el causante de mi pérdida de memoria, de mi identidad. Cuando salí del hospital, al que llegué sin ninguna documentación que pudiera aclarar quién soy, ni siquiera sabía si me encontraba en Barcelona accidentalmente o porque es aquí donde vivo. Puede que sea catalán, de hecho, al salir del hospital, sus avenidas y calles me resultaban familiares. Pero la cuestión es bastante más complicada, pues lo único que recuerdo de mí es mi nombre, que es Iñaqui, a todas luces vasco. Y lo más desconcertante es que cuando recobré el conocimiento y el médico comenzó a hacerme preguntas en un catalán que no tenía ningún problema en comprender, instintivamente le respondía en castellano, con un marcado acento andaluz. Además, el único objeto que llevaba conmigo en esos momentos era un viejo libro con una dedicatoria dirigida a mí, por su autor, un tal Labordeta, que por supuesto no recuerdo, y que dice así: “a mi querido paisano”.
Así que ya se pueden imaginar el grado de confusión en el que vivo. Sobre todo porque, desde que mi cerebro se quedó en blanco, observo que entre los ciudadanos con los que me cruzo predomina una disputa y preocupación por encima de todas: la cuestión identitaria. Asunto que debe de ser de suma importancia, por lo que veo y escucho. Aunque yo, en el estado que ahora me encuentro, sin saber a qué grupo social o etnia pertenezco, no alcanzo a comprender la verdadera dimensión de este dilema que tiene a todo el mundo azorado. Así que no sé como posicionarme, con quién debo congratular y a quién debo oponerme, quiénes somos nosotros, quiénes son los otros, distinguir esa verdad que parece asistir al “nos” y estar atento a la mentira que suele acompañar al “vos”. Y me siento perdido en medio de este fuego cruzado sin tener nada claro hacia que trinchera dirigirme.
Por eso me coloqué delante de un ordenador y, a través de internet, fui visionando en la pantalla la bandera española, la catalana, la vasca, la andaluza y otras, para ver si reaccionaba y me identificaba con alguna. Pero tras un largo rato con los poros de mis sentidos abiertos comprobé tristemente que no sentía nada. Tan solo veía trozos de tela pintados de distintos colores y formas. Lo que en un principio me alarmó, pues temía que el golpe me hubiese producido también una esterilidad emocional.
Dado que ahora no tengo nada, pues no recuerdo donde vivo ni de qué medios dispongo, me veo obligado a alimentarme en comedores sociales, en los que alterno con un variopinto grupo de comensales. Cada uno con su historia, su infortunio o su desgracia. Uno de ellos es un extremeño que, tras veinte años trabajando en Barcelona, lleva dos en el paro y varios meses sin recibir ninguna renta. Y lo que más le duele es tener que llevar al comedor social a sus dos hijos porque en su colegio han suspendido ese servicio. Otro, es un catalán que no hace mucho fue desahuciado de su casa porque, al perder su trabajo, no pudo seguir pagando la hipoteca. Y otros muchos cuyas historias se me atraviesan en la garganta y me impiden tragar la comida que nos sirven con un mínimo de sosiego interior. Ayer mismo, sin ir más lejos, pude escuchar la congoja de una uruguaya que lleva cinco años esperando la documentación necesaria para poder traer a su pequeña hija, a la que por necesidad dejó con sus abuelos cuando tenía sólo 5 años. Mientras tanto, acude al comedor para ahorrar y poderle mandar el poco dinero que gana como fregona, en negro y sin asegurar. Ni que decir que al llegar a los postres, por muy dulces que sean, me saben amargos. Señal, por otra parte, que confirma que no he perdido la sensibilidad o la empatía. Sólo que, por ahora, la única bandera que parece conmoverme y agitarme por dentro es la que ondea en cada uno de esos rostros, la que vela el brillo de sus ojos como una triste catarata, la que los envuelve con sus tonos grises de desamparo, olvido y marginalidad. Esa única bandera que ahora soy capaz de sentir y que convierte a quien sin remedio la porta en apátridas de cualquier país, en exiliados de la propia sociedad en la que viven, en apócrifos de una ciudadanía que intenta cubrir con sus coloridas banderas sus prejuicios, su intolerancia o su miopía.
La historia ha demostrado muchas veces que la endogamia empobrece la sangre de sus descendientes. De la misma manera, no veo ningún enriquecimiento en la endogamia cultural o social. Pero, claro, el hecho de verlo así será como consecuencia de ese golpe que me robo la identidad y que sólo me permite reflexionar como individuo, dejándome incapacitado para diluir mi pensamiento en el grupo, clan o etnia. Por eso, ahora, la amnesia empática al colectivo que sufro me lleva a solidarizarme, ¡pobre de mí!, con cualquier persona sin que, a priori, puede establecer algún tipo de distinción. Y así, ni en el color de la piel, ni en el idioma, ni en cada gesto de dolor, tristeza o impotencia de las personas que veo a mí alrededor, soy capaz de detectar ese hecho identitario tan trascendente como para relegar a un segundo plano el dolor, la tristeza o impotencia que sufren.
En este estado que me encuentro, por tanto, la única patria que soy capaz de reconocer es la “humana”. Pero que yo sepa ésta no existe, ni está representada como bandera en ningún territorio, ni es señal identitaria de ningún país, nación, comunidad o consistorio. Lo que me convierte en ciudadano de ninguna parte: en estos tiempos, toda una temeridad.
Así que en mi última consulta con el médico catalán, tras reiterarle que lo único que recuerdo es que me llamo Iñaqui, le pregunte, una vez más en castellano y con acento andaluz, que si podía durar mucho tiempo esta falta de identidad que padezco. “El cerebro tiene sus misterios”, me respondió. Y no sé por qué, esa respuesta alumbró en mi memoria un viejo recuerdo: el de mi abuela Anduriña diciéndome “eu non creo nas meigas, mais habelas hainas”.
José Moral. Simpatizante de EQUO