Parece aceptable, entre quienes supuestamente pensamos de manera semejante respecto a que es necesario conseguir/perseguir una sociedad más justa, más igualitaria, más democrática y más solidaria que la democracia participativa es la solución o, al menos, el camino para alcanzar ese estado idílico que ambicionamos.
El problema es que para justificar dicho posicionamiento simplificamos algunas cuestiones, obviamos otras y, con frecuencia, alteramos o directamente manipulamos, en beneficio de nuestra tesis, conceptos como “ciudadanía”, “proceso constituyente”, “convergencia”, “mayoría progresista”, etc. Y, lo que es peor, si alguien nos lo hace ver lo tachamos sin dilación de conservador, continuista, liberal o cosas peores. Aunque luego profundizaremos brevemente en ello, está forma de actuar corresponde a sociedades e individuos inmaduros y escasamente formados para vivir en democracia.
Un punto de vista interesante sobre el trasfondo de este asunto nos lo ofrece Anthony Downs en su libro Una teoría económica de la democracia, donde mantiene que la racionalidad de todo votante (producto de la democracia representativa que por imperativo legal nos vemos obligados a acatar pero que a la vez seguimos admitiendo como válida en un curioso juego, por nuestra parte –admitámoslo-, poco serio) le debería llevar a no votar. ¿Por qué? Pues porque carece de información suficiente, real y profunda de la opción política escogida. Porque su estado de ánimo, sus corazonadas, su individualismo y los dirigidos mensajes de los medios de comunicación no son los mejores consejeros. Porque en la mayoría de países un mismo conjunto de votos da lugar a resultados distintos, etc., etc.
Cuando escuchamos y leemos a buena parte de “los nuestros” opinar sobre el asunto en el fondo lo que estamos dirimiendo es la legitimación para actuar de un modo pragmático en el intento de transformar la realidad o no. Algo así como que si mantenemos nuestros principios hasta sus últimas consecuencias (de radicalidad democrática, a saber, cambio del modelo productivo, económico, social y político; listas abiertas; paridad; separación de poderes real y efectiva, transparencia, etc.) no conseguiremos entrar de manera influyente en las instituciones y nuestro esfuerzo colectivo no servirá para cambiar las estructuras de poder.
Comparto la idea inicial del peculiar Antonio García Trevijano, que coincide con lo que pretendo focalizar, sobre que lo que necesitamos es un gobierno representativo de la sociedad, no de los partidos. No voy a sumarme al juicio sumarísimo sobre los nuevos partidos, sus líderes y sus procederes; por cierto, tan cercanos a los antiguos partidos, sus líderes y sus procederes (¡anda!, pues sí que he hecho un juicio). En definitiva, el planteamiento es tan sencillo como poner en primer lugar la participación en vez de la representación.
Ahora bien, lo que pocos se atreven a admitir (por cierto, aunque por otras razones de índole opuesta entre esos otros se encuentran, tristemente, los sectores más recalcitrantes, vetustos y extemporáneos de nuestro país) es que, para realmente promover un cambio de abajo a arriba; donde la ciudadanía tome un protagonismo activo, comprometido y basado en un proyecto social a medio y largo plazo necesitamos, unos, abandonar ese espacio de confort en que vivimos, otros, perder el miedo a salir de la burbuja del conformismo, casi todos, pelear por una educación libre, crítica, orientada a mejorar al ser humano y no a la economía, la mayoría de los que ya estamos en esto, desterrar de nuestras mentes las dinámicas tóxicas, el cainismo entre semejantes, los intereses de unos pocos y el cortoplacismo y, todos, cuidar y fortalecer esa plantita que parece que está empezando a crecer (obviamente no es la primera que ocurre en la Historia de la Humanidad pero siempre ha terminado por secarse) y que parece oler a conciencia social, ética individual y colectiva y compromiso . Si no, busquen la terraza más exclusiva de un hotel de cinco estrellas de su ciudad, a ser posible situada en la última planta y con buenas vistas, pidan un café y comiencen a leer la novela “El año que tampoco hicimos la revolución”. Si es posible termínenla antes del 20D.
Diego Rodríguez Villegas. Educador y miembro de EQUO.