A partir de la revolución industrial, con su crecimiento exponencial de la producción, la explosión demográfica, la desorbitada concentración de habitantes en mastodónticas urbes y, sobre todo, la inoculación en la sociedad de ese virus materialista que provoca el febril deseo de un consumo constante y creciente como único modelo para alcanzar el bienestar, la palabra “ecología”, conforme íbamos constatando el deterioro general de nuestro planeta, fue adquiriendo la verdadera transcendencia de su significado.
Sin embargo, estos momentos no es la contaminación del agua, la destrucción de bosques o el envenenamiento del aire (aunque también) el motivo de mi preocupación, sino otro tipo de contaminación que por ser menos tangible, más sutil y difícil de medir, no es menos dañina que las otras, pues afecta al propio entendimiento, a la capacidad de enjuiciar, de valorar y, por tanto, de reaccionar.
Me estoy refiriendo a la contaminación del lenguaje, de las palabras, de sus significados. Una contaminación que, por desgracia, la clase política dirigente, alfabetizada por los verdaderos poderes fácticos, va propagando como una epidemia en sus declaraciones, o a través de los acólitos medios de comunicación, con su perverso y torticero léxico, para intentar confundir y desnaturalizar el verdadero significado que se esconde tras sus palabras. Palabras adulteradas con eufemismos, manchadas con verdades a medias, corrompidas con mentiras disfrazadas, e infectadas con nocivos dogmatismos, además de un sinfín de otros agentes patógenos que debilitan y enferman cualquier intento honesto y coherente de comunicación, que, al fin y al cabo, debería ser la auténtica finalidad del lenguaje.
Lamentablemente, en estos últimos tiempos somos testigos de una ingente proliferación de éste uso contaminado del lenguaje, de las palabras. Y así, por poner algunos ejemplos: no es que se esté privatizando la sanidad, sino que se externaliza su gestión; no es que ellos cobren en “B”, sino que se les compensan con dietas y complementos; no es que tuvieran al tesorero corrupto en nómina, con despacho, secretaria y coche oficial, sino que cobraba un despido en diferido; no es que se esté produciendo una nueva emigración por la falta de empleo en España (sobre todo juvenil), sino que se produce una movilidad laboral al resto de Europa; no es que las condiciones laborales sean cada vez más precarias para el trabajador, sino que se flexibiliza el mercado laboral; no es que se condenen a los pensionistas a una pérdida garantizada del poder adquisitivo (con la subida del 0,25%), sino que se asegura una subida anual; no es que se esté reduciendo el personal docente al tiempo que aumenta el número de alumnos por aula, sino que se está racionalizando los medios del sistema educativo; no es que la bajada de sueldos sea una realidad generalizada (que se lo digan a los funcionarios, por ejemplo), sino que en los convenios sectoriales se está produciendo algunas subidas; no es que al ciudadano medio, al autónomo o al pequeño empresario no le llegue un euro en forma de crédito, sino que España está en un momento magnífico porque llueve el dinero de todas partes (qué casualidad, esto lo ha dicho un banquero); no es que se estafara a los que les colocaron las preferentes, querida hermana, si no que de forma audaz, libre y con pleno conocimiento de la ingeniería financiera que rodeaba a esos productos, invertisteis (como bróker de barrio) en fondos de rentabilidad fluctuante y liquidez garantizada a partir de la tercera generación. Y, en definitiva, no es que nos traten por idiotas, sino como a ciudadanos con una disfunción neuronal que les imposibilita la comprensión de la sutil verborrea que nos dispensan tan eminentes maestros de la retórica.
Ante todo esto, uno tendría la tentación de soltar una estentórea carcajada en mitad de cualquiera de éstas declaraciones, sino fuera por el dolor, el sufrimiento, la desesperación y, peor aún, la indignación que produce este tipo de burlas a la dignidad de cualquiera de los afectados, que en éste país, de una manera u otra, somos la gran mayoría.
A todos aquellos que, bien desde el gobierno u otra posición de poder, con capacidad para afectar a miles o millones de ciudadanos con sus decisiones, les pediría que, cuando se manifiesten, no contaminen las palabras, no degraden el mensaje, no ensucien su significado y no arrojen por la boca toda la basura que pueden acumular en sus opacas mentes. Al menos, en ésta cuestión, sean un poco ecológicos. Al fin y al cabo, para ustedes, la crisis no es más que un sudoku al que juegan entre abundantes almuerzos y copiosas cenas; pagadas, generalmente, por quienes están viendo recortados sus salarios, sus prestaciones por desempleo, sus derechos básicos a la sanidad, a la enseñanza pública y, en definitiva, por todos aquellos que están sufriendo una dramática situación que no han provocado y que, para su desgracia, además, tienen que padecer la ignominia de escuchar esas palabras basura, de boca de los que sí tienen una gran responsabilidad en todo lo que está sucediendo.
Por tanto, para ellos, en nombre de tantos, ésta recomendación: antes de hablar, enjuaguen su boca con agua clara para que limpie el pastoso cenagal acumulado en sus lenguas viperinas; después repitan la operación con un antiséptico de honestidad, hagan gárgaras con él, y escupan toda la suciedad que habrá arrancado de sus negras cuerdas vocales.
Si siguen estos consejos, podrán comprobar cómo su boca queda protegida con una sana película de vergüenza, que les impedirá seguir contaminando las palabras. Es la única forma de evitar caer en el cinismo generalizado que nos invade, y de preservar la única esperanza que le puede quedar a quien ya lo ha perdido casi todo: la esperanza de poder creer en alguien.
Por el bien de todos, pronuncien palabras ecológicas.
José del Moral, simpatizante de EQUO
2 ideas sobre “Palabras ecológicas”
Jose, gracias por decir lo que muchos pensamos, pero no tenemos ocasion o medio para poder decirlo, me sumo a todo lo que has dicho. Un abrazo. Jose Luis.
Brillante como siempre.
Mis felicitaciones