La mortifera sombra del hongo

Este artículo no va de micología. Va del recuerdo a la masacre provocada por el efecto devastador de las dos bombas nucleares con las que Estados Unidos dio por zanjada la Segunda Guerra Mundial, consolidando la hegemonía internacional que aún le perdura de la única manera que saben hacerlo: por la fuerza bruta. Los días 6 y 9 de agosto de 1945 más de 220.000 personas perdieron su vida simplemente porque estaban en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Ese fue el delito por el que se les condenó para siempre y, desde entonces, el mundo ha sido un lugar mucho más inseguro.

   Continúa siéndolo, aunque en los últimos años la amenaza nuclear haya pasado a ocupar un lugar muy residual en  las noticias y las preocupaciones de la opinión pública, agobiados como estamos por problemas cotidianos mucho más inmediatos. Actualmente se calculan cerca de 17.500 armas nucleares en todo el mundo, 2.000 de las cuales están perfectamente dispuestas para ser utilizadas en cuestión de minutos. El potencial destructivo de este arsenal supera 130.000 veces al de la bomba de Hiroshima, sobrado para acabar con cualquier forma de vida sobre la Tierra.

No ha sido necesario declarar una guerra atómica para sufrir las consecuencias nefastas del armamento nuclear porque desde el año 1945 se han realizado miles de pruebas con este tipo de armas en múltiples zonas del mundo. En los desiertos estadounidenses de Arizona, en los atolones del Pacífico, en Argelia, Indonesia, Kazakhstán y tantos otros muchos lugares que nos han sido ocultados, se han practicado explosiones nucleares “controladas” que han diseminado partículas radiactivas a miles de kilómetros de distancia, contaminando aire, suelos y aguas con altas dosis de radiactividad persistente que no puede dejar de tener graves consecuencias en la salud y la vida de las personas y de todas las especies vivas de los territorios próximos.

Las grandes potencias siguen considerando la posesión de armas nucleares como un signo de estatus internacional y de poder. Los anuncios oficiales sobre desarme nuclear no pasan de meras declaraciones retóricas para tratar de engañar a la opinión pública, mientras se siguen gastando anualmente en torno a cien mil millones de dólares en programas militares nucleares. La reducción de un 9% del armamento nuclear mundial que se ha notificado en el último año se debe fundamentalmente a la retirada de armas obsoletas pero, simultáneamente, los cinco estados reconocidos legalmente como potencias nucleares (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido) están desplegando nuevos sistemas o han diseñado programas para hacerlo, demostrando en la práctica la voluntad de mantener indefinidamente sus arsenales nucleares. Rusia, con la mayor parte de su arsenal próximo a la obsolescencia, está produciendo una nueva generación de cohetes y submarinos para reemplazar a los antiguos. Estados Unidos planea construir un nuevo complejo para la producción y mantenimiento de armas nucleares, continúa actualizando sus cohetes de largo alcance y está invirtiendo en una flota de submarinos de nueva orientación estratégica. Sabemos que países como China, India y Pakistán, que están fuera del Tratado de No Proliferación Nuclear, incrementaron en 2012 su número de cabezas nucleares. Estos dos últimos países están desarrollando además nuevos sistemas y aumentando su capacidad de producción de material fisible con propósitos militares. Además, Corea del Norte dispone de un número desconocido de misiles nucleares y ha efectuado pruebas con ellos, amenazando de forma recurrente con su utilización, como ha sucedido recientemente. Hay serios indicios de que el ejército israelí también posee armamento nuclear propio y otros países como Irán y Siria han declarado su intención de dotarse de misiles atómicos.

Mucho más cerca, aquí en Andalucía, también sufrimos muy directamente la amenaza de las armas nucleares en las bases militares de Rota, Morón y Gibraltar. La opacidad y ocultamiento de información sobre sus actividades impiden que sepamos realmente qué se mueve en ellas y qué riesgos entrañan pero, muy posiblemente, alberguen algún tipo de armas atómicas o elementos para su ensamblaje. Rota y Gibraltar están dando permanente soporte al tráfico de buques militares con armamento nuclear a bordo o propulsados por reactores nucleares como el conocido submarino Tireless que volvió a fondear en Gibraltar hace tan sólo unas semanas. Estas bombas flotantes realizan operaciones de reparación y avituallamiento sin ningún tipo de seguridad poniendo en riesgo no sólo el campo de Gibraltar sino toda la zona del Estrecho. Por otro lado, el despliegue en Rota del componente naval del escudo antimisiles previsto para 2014 incrementará aún más el peligro de accidentes nucleares y convertirá la Bahía de Cádiz y toda Andalucía en un objetivo de ataques militares  o terroristas.

Si las únicas armas seguras son las que no existen, esto es especialmente evidente en el caso de las armas nucleares. Constituyen en sí mismas un peligro -incluso aunque no se utilicen- y continuar fabricándolas es una de las más graves inmoralidades que la humanidad puede seguir consintiendo. Se ha calculado que con lo que cuesta una sola arma nuclear se podría, por ejemplo, proporcionar atención médica a 36.000 personas, 43.000 libros de texto a estudiantes o reconvertir a energías renovables 64.285 viviendas. Los tratados internacionales de Reducción de Armas Estratégicas y de No Proliferación Nuclear han demostrado hasta la fecha su ineficacia. No cabe más alternativa razonable que exigir la absoluta prohibición y destrucción de todo el arsenal nuclear. De lo contrario, a pesar del tiempo transcurrido, el hongo nuclear que asoló Hiroshima y Nagasaki continuará proyectando sobre nuestras cabezas su oscura sombra de horror y muerte.

Salustiano Luque, miembro de EQUO

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