Cayó en mi correo hace escasos meses una comunicación de la federación de ampas a la que pertenece la nuestra en la que se ensalzaba una idea de Ikea como “muy interesante” para los colegios a los que se dirigía, que era los públicos de Sevilla. Me dispuse a leer con entusiasmo pensando que quizá todo en la vida tiene su compensación, y vaya por delante que soy clienta de Ikea, aunque cada día soy más consciente de tantos cambios imprescindibles.
Me confundió al principio un uso reiterado de la palabra “proyecto”, y quise entender que se asociaba a “ganador”, también repetida. Pero no iban realmente juntas, no. En realidad el concurso al que se invitaba a partiipar a esos centros públicos consistía en un combate de apoyos entre los hinchas de los distintos colegios que se embarcaran en la operación. A ver si me explico, porque a mí misma me costó entender que simplemente se alzaba con la victoria el colegio que más gente hubiera mencionado en mensajes de apoyo depositados en la tienda de Ikea Sevilla en unas fechas determinadas. ¿Lo del proyecto? Pues viene después: el ganador de tan insigne contienda recibiría como premio el amueblamiento y la decoración de un espacio dentro del colegio sobre la base de un proyecto de decoración y amueblamiento. Aclarado todo. No está mal como “operación triunfo” del marketing: visitas multitudinarias a la tienda con la misión de emitir una especie de voto ciego que luego se vería recompensado o no con una serie de muebles y enseres por valor de 5.000 euros.
Lo que me molestó del asunto no fue ver que se trataba, en efecto, de una mera operación de marketing para la empresa que la promovía, y que la única beneficiaria auténtica de todo el tinglado sería, por supuesto, ella misma. Esto quizá sea plausible desde el punto de vista comercial y de la propia entidad mercantil, claro. Ni siquiera es que en la auténtica “operación triunfo” de la televisión se tratara de premiar un esfuerzo, un progreso, un talento, todo lo que aquí brillaba por su ausencia.
No, lo que me molestó de verdad fue que hubiera todo un preámbulo en forma de carta y también hay una declaración de intenciones en las bases del concurso que aludían de forma artera y engañosa a un supuesto interés de la empresa en el desarrollo social de la comunidad en la que se implanta –en este caso, la zona metropolitana de Sevilla- y fundamentalmente en el ámbito de la educación. ¿Cómo, pues, se permite esa “concienciada” empresa casi insultar a los centros educativos a los que se dirige ofreciéndoles participar en una carrera estúpida a un centro comercial por la demostración más audaz y pertinaz de voto verbal o escrito sin mediar absolutamente ningún proyecto de investigación, ningún trabajo de análisis, ninguna creación, ningún ejercicio artístico, ningún proceso de aprendizaje, absolutamente nada relacionado con la educación ni con la mejora personal, ni con el crecimiento comunitario, ni con nada de nada?
No ya es que se trate de la entronización de la cantidad en detrimento consciente de la calidad, es mucho más que eso, y mucho peor. Es una celebración de la mentalidad medieval que podía llevar en aquella lejana época a algún monarca o a algún señor a premiar al bufón que más tonterías pudiera hacer en una hora o cuyas payasadas aplaudiera más público, con el din, precisamente, de perpetuar esa distribución de roles y el mayor de los inmovilismos sociales. Como premio, un maletín nuevecito con “todo para las más modernas bufonadas”, y un traje de luces con cascabeles de la última colección Panem et Circenses. Pero si aquella mentalidad tiene obviamente la disculpa de la época, repetirla aquí y disfrazarla de preocupación por la educación de nuestros niños para el desarrollo de nuestra sociedad, no solo no tiene disculpa posible, es abiertamente censurable. Por eso me atrevo a denunciarla, por eso y porque ya dirigí una queja en el mismo sentido y mucho más breve a la empresa en cuestión. ¿Qué interés puede tener Ikea en la educación de una población a la que necesita para que se reparta los imprescindibles papeles de vendedores, transportistas, instaladores y, por supuesto, compradores?
¿Por qué Ikea no se deja de engaños envueltos en caramelos como trampas para ganado embrutecido y ofrece algo mejor, algo digno, algo perfectamente posible para ella, algo que la honraría a pesar de todo, algo que podría parecerse a lo que predica que persigue? Se me ocurre que podría empezar a distribuir papeles nuevos en la obra, poco a poco: diseñadores, fabricantes, artesanos. ¿Para cuándo un concurso real de talento y trabajo con el fin de premiar el mejor diseño de mueble, el mejor proyecto de decoración de espacios, la mejor confección de piezas, la auténtica sostenibilidad de la fabricación o producción y la adecuación comprobable al medio? ¿Trasciende el ámbito infantil? No hay de qué preocuparse, la sociedad es diversa y, mientras los niños son niños, los sostienen los mayores. ¿Le sonará a Ikea eso de que, incluso hablando de educación, ante todo es necesario comer? Pues ahí está: haría de una tacada una doble aportación importantísima para la diversificación del empleo y la supervivencia de los modos de vida locales, y para la educación (entendida como aprendizaje y desarrollo, siempre).
La voluntad que pone esta poderosa entidad en desviar trazados urbanos y conseguir nuevas autovías aunque impliquen destrozos del urbanismo, del medio ambiente y de la sostenibilidad debería ponerla al servicio real de la comunidad donde se implanta, pero para eso, como suele ocurrir, primero hay que escuchar, observar, estar dispuesto a rectificar y, finalmente, luchar por el buen cambio.
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